Se sabe de ese cine que gusta de mirar al infinito, más cuando hablamos del genero de la ciencia ficción. Lo gracioso de ese cine, que siempre imaginamos grandilocuente, es que soterra obras con ideas que no necesitan del exceso ni de la escala para tener una mirada especial, y 'Más allá de los dos minutos infinitos' es una de esas. Todo ocurre en el interior de una pequeña cafetería, todo está grabado con una única cámara y con una pantalla como único artefacto por el que orbita la trama.
'Más allá de los dos minutos infinitos' es una modesta propuesta japonesa, rodada por completo en un único plano secuencia en el que, especialmente si se tiene presente su sencillez, es posible hallar más de una grata sorpresa. El mecanismo es, a un tiempo, tan sencillo como intrincado: todo gira en torno a un monitor que conecta a una versión del pasado/futuro de sus personajes, y el guion consigue justificar esto abriendo la puerta a un fenómeno curioso que se puede dar con facilidad a poco que se haga pinitos en el streaming.
El verdadero protagonista de esta historia es el conocido como "efecto Droste", o lo que es lo mismo, una imagen que se repite en sí misma hasta el infinito.
El cuadro dentro del cuadro
El efecto Droste es una forma de imagen recursiva, una figura que contiene una versión más pequeña de sí misma, que a su vez contiene otra, y así, teóricamente, hasta el infinito. La historia de su bautizo retrae al nombre de una marca holandesa de cacao que, a principios del siglo XX, ilustró sus latas con una enfermera que sostenía una bandeja donde aparecía la misma lata con la misma enfermera, y así sucesivamente.
Aunque no fue la primera imagen en usar este recurso (existen precedentes en el mundo del arte), esta marca de cacao fue la que le dio nombre al fenómeno. Desde entonces, el efecto Droste se ha colado en más sitios de los que cabría imaginar.
La historia se repite
Mucho antes de que existiera el término, ya había algo en el imaginario clásico que jugaba con la idea de una imagen contenida en sí misma.
Uno de los ejemplos más primerizos del efecto Droste es el de los espejos colocados uno frente al otro. Plinio el Viejo (escritor romano del siglo I), en su extensa obra 'Historia Natural', ya comentaba la fascinación que generaban los reflejos múltiples. En sus textos, hablaba sobre como se fabricaban los espejos, sus usos más inusuales (como, por ejemplo, usarlos para conseguir sensación de espacio en una estancia o para reflejar la luz) y el secreto que alberga reflejar un espejo en un espejo. Esa paradoja óptica, común de probadores y peluquerías, genera el primer efecto Droste.
En el arte cristiano medieval aparece otro antecedente importante: la inserción de la propia obra dentro de sí misma. Es frecuente ver a un personaje sosteniendo un icono o una miniatura que representa, curiosamente, al personaje mismo, o incluso representa la propia escena que estamos viendo.
Pero en el mundo del arte, uno de los momentos históricos clave para el efecto Droste ocurre con Jan van Eyck, en su obra "El matrimonio Arnolfini" (1434). En el fondo de la escena, un pequeño espejo circular refleja a los protagonistas, adicionalmente a las dos figuras más que observan desde fuera del cuadro.
Entre Escher y Twitch
La fascinación por el Droste ha inspirado a artistas como M. C. Escher, conocido por su obra llena de escaleras imposibles, mundos que se pliegan y figuras que se dibujan mutuamente. Escher no usó el término, pero fue uno de sus grandes desarrolladores e incursores en lo visual de la idea.
Pero si por algo reconocemos el efecto en nuestra era digital, es por su viralidad cuando al grabar una pantalla que reproduce la imagen de quien la graba crea ese particular túnel infinito de pantallas dentro de pantallas.
Ejemplos fácilmente identificables de esta lógica se encuentran desde los vídeos de Twitch de Mr. Jagger hasta el brillante sketch de Bo Burnham en la siempre recomendable 'Inside', donde el propio Bo reacciona a uno de sus números anteriores, y que al terminar dicha reacción, comienza a reproducirse su reacción a ese número, lo que le obliga a reaccionar a su reacción, y así sucesivamente, en un bucle que termina por volverse ininteligible.
'Más allá de los dos minutos infinitos' recoge, precisamente, esta idea y la hace guion. Lo curioso es que, al contrario que en los bucles temporales clásicos del cine, aquí no se repite el tiempo, sino la imagen.
Ejemplos fácilmente identificables de esta lógica se encuentran desde los vídeos de Twitch de Mr. Jagger hasta el brillante sketch de Bo Burnham en la siempre recomendable 'Inside', donde el propio Bo reacciona a uno de sus números anteriores, y que al terminar dicha reacción, comienza a reproducirse su reacción a ese número, lo que le obliga a reaccionar a su reacción, y así sucesivamente, en un bucle que termina por volverse ininteligible.
'Más allá de los dos minutos infinitos' recoge, precisamente, esta idea y la hace guion. Lo curioso es que, al contrario que en los bucles temporales clásicos del cine, aquí no se repite el tiempo, sino la imagen.
Tiempo y espacio en el tiempo y espacio en el tiempo y espacio...
El efecto Droste, llevado al concepto de nuestro tiempo y espacio, plantea cosas, y no pocas. Y como el propio efecto, la película propone seguramente más cosas que las que su propio creador tenía en mente.
En el hipnótico y divertido efecto Droste del film, el futuro observado se replica sobre el presente, que a su vez es observado por el pasado. Per se, esta estructura enfrenta a aquella vieja angustia filosófica sobre el libre albedrío, que habla de determinar si existe alguna forma de actuar libremente cuando cada movimiento parece anticipado por un algo anterior.
La película se convierte así en una fábula simpática sobre el determinismo, postura filosófica que sostiene que todo lo que ocurre está causado por lo que ocurrió antes, y que, por tanto, nada sucede por azar ni por libre elección. Pero es que, además, habla sobre la autoconciencia paralizante, estado mental en el que uno se vuelve tan consciente de sí mismo, de lo que hace, de cómo se ve y de cómo será percibido, que esa misma conciencia empieza a interferir en acciones y deseos de cada individuo, y que acaba, en vez de viviendo, viéndose vivir. Esto conlleva a la hiperracionalidad, pensar demasiado sobre las propias acciones hasta el punto de impedir generar acción alguna.
En la lógica de este efecto Droste y teniendo presente todo lo anterior, los sujetos del metraje ya no habitan un presente pleno, sino en un espacio entre versiones anteriores y futuras de sí mismos. Esto encarna una forma de desarraigo contemporáneo, aquel vértigo de la consciencia moderna que se piensa a sí mismo como producto antes que como presencia. Y es que no es ningún secreto que en nuestros días ya no vivimos las experiencias si no las registramos antes; ya no es tanto vivir, sino representarnos viviendo, y a veces, basta con repetir lo que ha hecho otro antes.La película se convierte así en una fábula simpática sobre el determinismo, postura filosófica que sostiene que todo lo que ocurre está causado por lo que ocurrió antes, y que, por tanto, nada sucede por azar ni por libre elección. Pero es que, además, habla sobre la autoconciencia paralizante, estado mental en el que uno se vuelve tan consciente de sí mismo, de lo que hace, de cómo se ve y de cómo será percibido, que esa misma conciencia empieza a interferir en acciones y deseos de cada individuo, y que acaba, en vez de viviendo, viéndose vivir. Esto conlleva a la hiperracionalidad, pensar demasiado sobre las propias acciones hasta el punto de impedir generar acción alguna.
El film, entonces, ya no usa el efecto Droste solo como recurso visual, sino como metáfora existencialista.
Cuan importante es no perder nunca el pasado para intentar, si es que fuera posible, no repetir un error en el futuro. Y si ese error se muestra inevitable, conoceremos entonces que ahí empieza el verdadero infinito, que no es otra cosa que la pérdida de la libre elección. Por eso, más vale ser libres.