Cuántas creaciones pasan desapercibidas, malditas (en parte) por el algoritmo. Apenas se quedan flotando en el catálogo por días, suspendidas solo por momentos, normalmente pronto silenciadas, y en nada olvidadas. 'Common Side Effects', o 'Efectos secundarios' en castellano, es una de ellas. Una serie de animación serena, que se desplaza con soltura entre la gravedad y la importancia. Retrata la sociedad que hemos construido con una mirada casi clínica, precisa, pero lo hace inteligentemente con desdén.
Bajo el prisma de un thriller de ficción animada, la serie se adentra en el drama de uno de los negocios más inmorales que existen: la salud. Y, sin embargo, bajo su tono leve, se despliega un mensaje que merece ser, cuanto menos, escuchado, algo que habla del deseo de estar sanos en un mundo que está enfermo, y que no parece tener cura; uno donde la promesa de alivio es mercancía, donde las personas alcanzan erróneamente a comprender que el colectivo solo avanza si uno logra mantenerse con vida para presenciarlo.
Entre sus múltiples pliegues temáticos, hay uno que apenas se desarrolla (al menos por ahora) y que merece atención. La serie, que trata sobre cómo una farmacéutica busca mercantilizar (o no hacerlo) un hongo capaz de curar cualquier dolencia, introduce en su episodio ocho una descripción breve sobre la vida de los hongos a cargo del micólogo protagonista, Marshall, durante la reproducción de lo que parece un video de una plataforma tipo youtube. Esa mención fugaz, que podría pasar desapercibida, desentona con todo lo que hemos aprendido a considerar esencial en la serie, más aun en nuestra especie; dura apenas cinco segundos, tiempo insuficiente para llamar nuestra atención y, aun así, basta para advertir que el ser humano va a la deriva.
Estamos demasiado acostumbrados a mirar hacia adelante, y a veces, pecamos de mirar hacia atrás. Hay quien dice que no hay que olvidarse de mirar hacia arriba, pero nadie gritó tan claro que, tal vez, lo que había que hacer era mirar hacia abajo.
La vida secreta de los hongos
"Aunque parezca que son hongos independientes, se comunican entre ellos a través del micelio. Si uno necesita ayuda, la red lo detecta y transfiere azúcares y agua al otro. Parece que estás mirando otro hongo, pero lo que ves es una sola entidad", dicta Marshall mientras muestra una serie de hongos en un árbol.
El comentario surge en la serie como algo nada espectacular, nada enfático, tanto así que incluso se lucha por desviar la atención de ahí. Pero esa frase, con poca atención que se preste, queda suspendida, y es que es este comentario el que da sentido a todo lo que se ve, incluso al devenir de la serie (incluso puede que a otra famosa serie/juego sobre una especie de hongo).
En la ficción, esas líneas funcionan como punto de fuga, incluso puede que de spoiler, y es innegable que algo se quiere decir con ella. Sorprende ver cómo los hongos parecen comprender que su existencia depende de todos por igual, incluso de aquel que, aparentemente, parece menos útil o menos capaz de sostener a los demás. Si algo enseña la naturaleza, es que lo orgánico tiende a perdurar cuando todo avanza al unísono. Y además, particularmente ciertas especies de hongo, si de algo obtienen provecho, asumen también la responsabilidad de cuidar de aquello y de lo que lo rodea, de protegerlo para que nunca se agote ni se destruya por su presencia. Cuidan de todo y de todos, sin excepciones.
El internet vegetal
El mundo de los hongos es realmente fascinante. Son una especie que no se define ni como animales, ni como plantas: son una tercera vía evolutiva. Son uno de los sistemas más resilientes, generosos, inteligentes, antiguos y sofisticados que conocemos. Y uno de los menos comprendidos y de los que, como especie, menos aprendemos.
El hongo, por definición, vive entre la vida y la muerte. Se alimentan de lo que cae, nacen a partir de lo que se descompone, de lo que ya no es útil para nadie, y todo lo transforman en algo bueno para la tierra. Del desecho, nace su oportunidad, y lo utilizan en aparente beneficio de todos.
Como indicaba Marshall, se propagan mediante redes de micelio, una estructura filiforme que puede ocupar kilómetros bajo la superficie. Se trata, en esencia, de una maraña de filamentos microscópicos (llamados hifas), que se extienden y ramifican a través del suelo o la materia orgánica. A través de estas estructuras, los hongos absorben nutrientes, intercambian señales químicas y transportan agua y azúcares entre todos los que estén conectados en esta red. Ellos no distinguen entre individuo y comunidad, incluso no distinguen especies, todos en el reino del suelo se beneficia de esta red.
Lo más curioso es que no solo transporta nutrientes, sino que conecta organismos vegetales entre sí. En los últimos años, esta red ha sido bautizada como la "Wood Wide Web": una especie de internet biológica que permite la comunicación entre árboles, el intercambio de recursos y hasta mecanismos de defensa colectiva ante amenazas.
Como ejemplo, en un bosque, si un árbol enferma, otros pueden cederle nutrientes a través del micelio. Si una especie invasora se propaga, el sistema puede organizar una respuesta. El bosque, gracias a este internet, se comporta como una comunidad interdependiente. Y en el centro de todo ello, discretos y sin protagonismo ninguno, están los hongos.
Pero si hablamos de lo propio de cada hongo, existen peculiaridades: algunos brillan en la oscuridad, otros sobreviven a exposición radiactiva o nuclear (incluso pueden sobrevivir en el espacio), algunos son capaces de digerir plástico y otros parecen estar pensados para inducir estados alterados de conciencia tras ingerirlos. Se decía al principio: de verdad, el mundo de los hongos es realmente fascinante.
Hongo bueno, hongo malo
En Oregón se descubrió un hongo del tipo Armillaria ostoyae que ocupa más de 9 km² bajo tierra y tiene al menos 2.400 años. Es un solo organismo conectado por micelio. No solo es el micelio y hongo más grande y más viejo del planeta, sino el ser vivo más grande, por tamaño y extensión, que existe. Esta especie de hongo es conocida por ser consumida en la cocina asiática ya que es de los más fáciles de conseguir por su gran tamaño y por su facilidad de cultivo, pero su existencia depende, como decíamos antes, de toda la fauna vegetal.
Y es que no todo es bonito en el mundo de los hongos: hay que tener presente que, desde otro punto de vista, los hongos también son parásitos que miran por su propia existencia. El Armillaria ostoyae, particularmente, es un parásito de árboles, y de alguna manera, los esclaviza a vivir bien tanto como puedan para ellos seguir sobreviviendo. Más llamativo es el Ophiocordyceps unilateralis, un popular hongo parasitario que infecta insectos vivos y que acaba controlando su comportamiento, obligándolos a trepar a un lugar alto para luego matar al huésped y así esparcir sus esporas desde lo alto con el fin de reproducirse.
Visto así, uno puede percibir que los hongos son malos, pero realmente no son ni lo uno ni lo otro. Al igual que hay hongos que matan, hay hongos que dan vida. Y yendo a más, usar un hongo "malo" correctamente puede suponer la salvación particular de nuestra especie.
En todas las fermentaciones alimentarias existen los hongos, es por ello que les debemos cosas como el pan, el vino, el queso... además, especies como los champiñones, el shiitake, o el portobello son de un gran valor nutricional y dan un sabor inconfundible a las comidas. Existe un hongo cuyo nombre es Penicillium, y como se puede intuir, es de donde proviene la penicilina que Fleming descubrió accidentalmente.
Y no hay que dejar de hablar de la psilocibina, un compuesto presente en varios hongos y que es responsable de muchos de los conocidos viajes psicodélicos tras su ingesta; actualmente, estos están siendo objeto de investigación ya que parecen ser tratamientos ideales para la depresión, el trastorno de estrés postraumático, los trastornos TOC, o incluso las adicciones al tabaco o al alcohol. Estudios químicos recientes sugieren que este compuesto, lejos de ser una simple anestesia sobre el dolor (un paliativo), consigue recontextualizar la comprensión del dolor en el individuo, es decir, no suprimen el síntoma, sino que abren espacio a las posibilidades para procesarlo. Parece ser que los hongos tienen en su sistema la facultad de abrirnos alguna puerta que, por nuestra naturaleza, nunca lo estuvo.
Forzar el equilibrio
Pensar en los hongos después de leer todo esto quizá lleve a entenderlos como una estructura con una forma radical de organización. Si bien pensamos en especies como las abejas o las hormigas, donde también impera una mente colmena, lo destacable es que en esta no hay reyes ni reinas que controlen su desarrollo. Los hongos se alejan de jerarquías, de líderes, no tienen una cabeza, no tienen un objetivo. Se propagan en red, se adaptan y transforman. Y a diferencia del paradigma humano mundano, no buscan dominar su entorno, sino integrarse en él.
Obsesionados como estamos por la eficiencia y el holismo selectivo, donde cada cosa ocupa su lugar, los hongos muestran que el desorden es también una forma de equilibrio, que el caos no es lo mismo que el azar. Una forma de vida que enseña que aunque la conexión no siempre sea visible, incluso lo marginal está conectado con todos.
Frente a una (la nuestra) visión del mundo donde el éxito se mide por el ascenso vertical, ellos crecen hacia los lados, entrelazándose, generando superficie en lugar de altura. En lugar de competir, colaboran. No subyugan, sino que unen. En lugar de acelerar para llegar antes, esperan para llegar juntos y fuertes. Son legión.
Su sola existencia puede entenderse como una forma de disidencia, como una alternativa al pensamiento simplista que tenemos del éxito. Un modo distinto de estar y comprender la vida. Puede que la muerte.
Quizá la mayor enseñanza de los hongos sea que deberíamos aprender a compartir para llegar lejos. Ellos saben que compartiendo, se crece. Que el poder no debe imponerse, se comparte. Que el amor por los demás no se debe ofrecer, se comparte. Que la salud no se vende, se comparte.
Y así, en lugar de seguir construyendo estructuras que elevan a unos y a otros por encima de los demás, empezaríamos a fomentar, como efecto secundario de todo lo bueno, la igualdad.