'American Fiction' - El paradigma de consumo

Todo el mundo usa el ascensor, es cómodo y permite subir grandes distancias sin esfuerzo alguno. No así una pendiente o una escalera, que requieren de sacrificio, puede que de aptitud y puede que de actitud, porque implican un esfuerzo. Sin embargo, subir usando el cuerpo, a diferencia de usar el ascensor, aporta algo: mientras se sube, en nuestra cabeza ocurren cosas que conectan con los músculos del cuerpo y con el entorno, y alcanzar la meta te ofrece una profunda satisfacción, más aun si ha costado llegar.

Y, sin embargo, en la era de la inmediatez en la que vivimos, estamos obsesionados con hacer todo fácil, sencillo, rápido. Si gozas de buena movilidad y en nuestro camino nos encontramos con, por ejemplo, una rampa, probablemente se use sin pensar demasiado en que es un elemento destinado a garantizar la accesibilidad, a igualar las condiciones de todos; porque una rampa tiene como fin que pueda subir y bajar gente que no goce de esa buena movilidad. Pero si gozas de buena movilidad, una rampa puede moverte más rápido y con menos esfuerzo que una escalera ¿Por qué no usarla a pesar de que está destinada para otro público?.

Este símil resume como funciona la sociedad, y Monk, el escritor interpretado por Jeffrey Wright en la película 'American Fiction' lo aprende de una manera muy didáctica por parte de su agente: usando botellas de Johnny Walker.


Monk es un escritor talentoso, aunque no posee atractivo comercial. Con la intención de satirizar el mercado y ridiculizar a sus editores, decide escribir un libro repleto de estereotipos raciales y clichés, que por momentos resulta absolutamente ridículo. Para sorpresa de todos, los editores que lo leen lo catalogan como de "obra maestra". Este giro inesperado deja a Monk desconcertado y le hace comprender que la sociedad se ha echado a perder a causa del estilo de vida actual. Además, entiende que, como buen escritor, su responsabilidad es esforzarse al máximo para crear obras con cierta enjundia cultural (ofrecer a la gente subir, siempre que pueda, una escalera en lugar de tomar una rampa), pero ahora ha comprendido que su enemigo es un gigante contra el que no puede hacer nada: el paradigma de consumo.


Monk contra la industria


El paradigma de consumo es, en esencia, lo que define cómo una sociedad entera entiende y vive el acto de consumir, tomando las ideas que compartimos sobre por qué compramos, lo qué consideramos importante al hacerlo y cómo nos comportamos como consumidores. Estos pretextos, cambiantes con el tiempo, no los elegimos objetivamente nosotros mismos. El ritmo de vida acelerado nos impide prestar atención a cómo existen fuerzas que nos impulsan a comprar ciertos productos que nos puedan satisfacer fácilmente sin mucha pretensión, facilitándonos la vida, pero en cierto modo, volviéndonos menos conscientes de nuestras propias elecciones y de lo que realmente queremos.

Este paradigma, entonces, funciona como obstáculo para el desarrollo personal, al promover una forma de ser que se ajusta a los intereses de quienes se benefician de una sociedad acostumbrada a la comodidad y la gratificación fácil. Y es por esto que muchos autores son los super ventas que son, definibles como escritores de oficio pero no orfebres; y por eso muchos escritores acaban escribiendo el libro que realmente les gustaría hacer bajo seudónimo. Y los hay, y muchos, y jamás lo sabremos.

Ya elijo yo por ti


La lógica del crecimiento económico constante, que nos exige producir y consumir cada vez más para mantener el sistema en funcionamiento, nos arrastra inexorablemente hacia la falta de criterio, y por ende al consumismo acrítico.

El consumismo acrítico define un patrón de consumo impulsivo, casi irreflexivo, que viene influenciado por la publicidad o la presión de grupo en general, donde las personas compran sin considerar sus necesidades reales, y menos aun las alternativas disponibles. Básicamente, se trata de cierta rama de la compra por impulso, un tipo de compra que se presenta cuando una persona ejecuta una de estas sin pensar en las consecuencias y sin cuestionar si realmente necesita lo que está adquiriendo o, incluso, sin saber si lo que se adquiere es algo que puede gustarle de verdad. Pero detrás de este acto, hay un estudio inteligente, y su gracia fundamental es que puede gustar o incluso dejar indiferente, pero jamás podrás decir que es objetivamente algo malo. O por lo menos, hasta que entiendas de verdad su condición.


Contar una historia puede ser demasiado


"No es como en las pelis del chico americano, donde el guapo es el bueno y los malos son muy malos", le decía Robe Iniesta Fito Cabrales en la canción 'Ni negro ni blanco', dando por hecho que en la ficción americana cinematográfica todo parece seguir un patrón claro, y lo cierto es que no es solo en este medio. Si has leído novelas como las de Dan Brown, encontrarás que su estructura se basa en capítulos cortos, cliffhangers constantes, datos interesantes de cosas cotidianas y explicaciones didácticas que evitan cualquier confusión. Tanto la película como la novela americana promedio no permiten que el espectador o lector descubran nada por sí mismos: todo es explicado de forma sistemática, sin dejar espacio a la interpretación. 

Y es que para el reduccionismo narrativo la complejidad es un obstáculo. Las historias no pueden permitirse rodeos, sutilezas ni interpretaciones abiertas: deben ser directas, eficientes, comprensibles al instante. La estructura clásica de "planteamiento, nudo y desenlace" debe ser una fórmula rígida donde todo está calculado para que el espectador o lector no tenga que hacer esfuerzo alguno. Nada puede quedar sin explicación, nada puede desafiar la lógica de lo establecido.

Desde sus respectivos inicios, sobre el cine y la literatura orbita la obsesión por la claridad, eliminando a toda costa cualquier rastro de ambigüedad y la contradicción, dos elementos capitales en cualquier historia que aspire a reflejar alguna complejidad. En su lugar, se prioriza la exposición directa y los personajes reducidos a funciones narrativas, diseñados para cumplir un propósito en la trama en lugar de existir por derecho propio.

Todo esto da como resultado relatos eficientes pero vacíos, donde todo encaja pero nada permanece. Se confunde el hecho de contar una historia con el hecho de hacerla sentir, y en ese proceso se pierde lo principal: la posibilidad de que una historia nos afecte no solo por lo que dice, sino por lo que se interpreta.

Tanto se ha acostumbrado el mainstream a esto mismo, que ha dado lugar a la necesidad de "bajar revoluciones" a ciertas creaciones con el fin de que un gran público pueda disfrutarlo y consumir con rapidez.


La simplificación de la cultura


La expresión "Dumbing Down" da nombre al fenómeno en cuestión del que hablamos en la linea anterior, y se trata de esa tendencia a simplificar un contenido para hacerlo más accesible a costa de perder exigencia intelectual.

El término "Dumbing Down" (que podríamos traducir como "embrutecimiento") se popularizó en la industria del entretenimiento en los 90, aunque la práctica en sí es algo más antigua. La idea detrás de este concepto es reducir la complejidad de un lenguaje y su mensaje (ya preexistente) para llegar a una audiencia más amplia.

En el cine comercial, la tendencia del Dumbing Down siempre fue la de reducir los tiempos de exposición de los planos y hacerlos más cortos y ágiles, así como evitar las tramas secundarias innecesarias y anular la ambigüedad narrativa en favor de historias fáciles de seguir, con conflictos más claros. con resoluciones predecibles y satisfactorias en su mayoría. Lo mismo ocurre con la mayoría de series de televisión, donde la sobreexplicación reemplaza a la sugerencia, confiando poco en la capacidad del espectador para llenar los vacíos o interpretar por su cuenta.

En la literatura, especialmente en la ficción de consumo masivo (mal llamada "literatura de entretenimiento"), probablemente sea donde más se ha notado una simplificación, y Monk, el protagonista de la película, no es capaz de lidiar con ello. Las frases en los libros se han vuelto más cortas, los conflictos más directos y las historias más lineales y estereotipadas. Esto no significa que no existan grandes obras contemporáneas (ni que todo el mercado literario se haya simplificado), sino que la industria favorece cada vez más los textos de fácil lectura y rápido consumo en favor de un mayor beneficio.

En los videojuegos ocurre algo similar, aunque es un mercado con ciertas peculiaridades y su historia es otra. En sus inicios, los desarrolladores concebían el videojuego como un desafío conceptual, las mecánicas solían ser sencillas, pero escasas e injustas debido a limitaciones técnicas, lo que de forma involuntaria, los hacía difíciles y con ello más gratificantes sin buscarlo. Con el tiempo, la industria refinó sus diseños, priorizando la accesibilidad y lo que podríamos considerar "justo" en un juego. Para entender la importancia de la accesibilidad, basta con pensar en cuántos juegos han fomentado la exploración y la experimentación, en lugar de apoyarse en mecánicas simplificadas machaca-botones o en tutoriales que explican hasta el más mínimo detalle, eliminando así el placer del descubrimiento.

Este fenómeno también se da en la música (el pop), en el periodismo (el sensacionalismo), en la educación... pero cuidado, el Dumbing Down no es necesariamente un mal en sí mismo, sino que se ha convertido en un mal por nuestra culpa. Hacer accesible la cultura y el conocimiento es una aspiración legítima, el problema surge cuando esta simplificación implica una costumbre en su consumo, o lo que es lo mismo, no se usa como forma de acceso a la cultura para ir cogiendo costumbre y paulatinamente abordar cosas más complicadas, sino que el consumidor se deja convertir en alguien pasivo en lugar de configurarse crítico. Y esto puede ser el mayor peligro que nos podemos encontrar en nuestra sociedad.

El camino hacia la autodestrucción


El progreso no siempre significa avance
. Todo nuestro sistema orbita alrededor de la palabra "eficiencia", y da igual cómo se consiga, esa es la única finalidad. Y es precisamente de esta donde surge el término "Carrera hacia el abismo", que define un fenómeno en el que la competencia lleva a una degradación progresiva de la calidad de algo en busca de maximizar beneficios o captar mayor atención. O lo que es lo mismo, en lugar de elevar los estándares y hacerlo todo más complejo y costoso de ejecutar y comprender, el sistema se ajusta a lo más bajo que ofrezca el mayor rédito posible, sacrificando cualquier cosa a su paso.

Originalmente, el concepto "Carrera hacia el abismo" se utilizaba en economía para describir cómo la competencia entre empresas, con la intención de reducir costes, acababa dando lugar a recortes salariales, derechos y calidad de vida de los trabajadores en general. Sin embargo, hoy ya es un patrón cultural simplista que se aplica todo: cuando la prioridad es captar la máxima audiencia o reducir costes sin considerar las consecuencias, la estrategia es optar por fórmulas fáciles, rápidas, rentables, aunque ello implique pérdida de calidad, explotación o banalización de contenido o de personas.

En las redes sociales y en los medios digitales se ha moldeado la nueva forma en la que consumimos información, donde ahora es más importante la viralidad que la veracidad. La competencia por la atención del usuario ha hecho que los algoritmos favorezcan el contenido más polarizante, más escandaloso, empujando a su vez a los creadores a seguir esa tendencia para no quedar relegados y ver como otros, y no ellos, la aprovechan sin escrúpulos.

Por otro lado, el cine, la música y los videojuegos también se están moldeando por esta lógica. Se priorizan franquicias sobre proyectos originales con intención de llenar las arcas de sus productores, las canciones se diseñan para retener oyentes en los primeros segundos basándose en la pura matemática, y los videojuegos incorporan mecánicas adictivas que en muchos casos incluyen monetización.

En lugar de periodismo de investigación, los medios buscan clics con títulos sensacionalistas y contenido basura. En el ámbito educativo, se reducen los estándares de exigencia para que más personas puedan pagar por entrar y completar estudios donde no se aprende nada útil. La tecnología crece descontroladamente debido a las agresivas competencias en el sector para ofrecernos creaciones que generan dependencia y nos transforman en algo de naturaleza poco resolutiva... y todo empuja a pensar que si la tendencia no se detiene, la "eficiencia" acabará de la forma más eficiente posible con nosotros: haciéndonos inútiles.

Cuando la sátira deja de ser una broma


Más de una colleja le ha caído a la película por ser abusivamente sencilla en su forma, pero a la vez muchos otros la han alabado, y prueba de ello es su premio Oscar. Es innegable que pese a tratar un problema de nuestra sociedad de cierta gravedad (este es, que nos estamos volviendo más incultos), la representación en pantalla de la película es absolutamente plana, con formas de comedia ligera, una cosa muy accesible y simpática, algo que resulta MUY familiar, que hemos visto mil veces. ¿No resulta irónico que una película tan plana aborde un problema tan grave? ¿y no resulta irónico que critique algo tomando la forma de aquello a lo que critica?


Ya no se pueden hacer chistes de nada


Ya que la mencionábamos, la ironía nace como un recurso de distanciamiento, como una forma de señalar lo absurdo sin decirlo directamente. Pero cuando la ironía se convierte en norma, deja de transgredir, y pasa a ser algo normal, y de ahí nace la postironía, el fenómeno en el que la burla y la sinceridad se mezclan hasta volverse indistinguibles. Ya no importa si algo comenzó como un chiste. La sátira deja de ser una herramienta de crítica y se convierte en un "otro más" del sistema que pretendía ridiculizar.

En tiempos de una suerte de pluralidad como los que vivimos, lo que antes podía entenderse como una parodia ahora busca presentarse por parte de sus creadores sin guiños evidentes con vista de no provocar heridas, dejando que la audiencia decida, si es que cae en la cuenta, si lo que está viendo tiene algo más detrás. En 'American Fiction', la novela satírica que crea Monk es tomada en serio y vendida como una obra de una autenticidad y frescura desbordante a pesar de ser literatura de bajo perfil, a pesar incluso de que fue escrita con cierta sorna aposta, pero nadie la entendió así. Puede que a muchos no se le haya pasado por la cabeza, pero a la propia película (y al libro en el que se basa) le ocurre exactamente lo mismo: ha sido vendida como una especie de comedia fresca de formas agradables, pero, pese a lo que parece, es una crítica irónica a la gentrificación, a los estereotipos y a la cultura de la estupidez.

El problema de la postironía es que convierte todo en un estado ambiguo, donde el significado ya no depende enteramente de la intención del autor sino de la interpretación del público. Todo lo que un individuo lee o ve puede ser un chiste, pero también puede ser serio. Todo puede ser una crítica, pero también puede ser una anécdota. El resultado es un discurso sin suelo, un espacio donde cualquier declaración puede ser defendida o descartada según convenga. Hay quien piense que puede ser triste, pero hay quien piense que con tal de ser respetuosos, es justo: en un mundo postirónico, lo que se pierde no es solo la claridad del mensaje, sino la posibilidad de tomar una postura firme, y esa puede ser la verdadera clave de gustar a todos por igual. 

Y si alguien dice que ya no se pueden hacer chistes de nada, decirle que la realidad es que ahora se pueden hacer chistes de todo, y que el problema que tiene es que ahora todo el mundo tiene voz, y lo que siente en realidad es rabia por no ser lo suficientemente inteligente como para trabajar en una broma que no pueda molestar y conseguir ser realmente graciosa. Quizás su problema es que se ha comenzado a creer que todo vale en el reduccionismo narrativo. Sea como fuere, 'American Fiction' es el claro ejemplo de como hacer una sátira que sea inofensiva y a la vez se burle fuertemente de su industria... y, para colmo, su industria le da un Oscar.


El negocio de la cultura


Que la cultura y el dinero tengan cierta relación, partiendo de la idea de que vivimos en una sociedad capitalista, es algo que está bien y es natural. El problema no es que la cultura genere dinero, sino que el dinero determine qué cultura se produce. El capitalismo cultural convierte el arte en mercancía, y no importa de que se trate, lo importante es que todo debe ser rentable, reproducible y accesible. La industria ya no tiene tanto interés en historias nuevas, sino en propiedades intelectuales explotables, personajes convertidos en marcas, y todas esas narrativas diseñadas para maximizar el engagement.

Al año, vemos una gran cantidad de películas en cartelera que no cuentan historias, sino que extienden catálogos de productos transmedia, y cada entrega es una excusa para vender experiencias paralelas: merchandising, spin-offs, contenido exclusivo... y también pasa con la música, con algoritmos que dictan tendencias y artistas que moldean su sonido a los requisitos de plataformas de streaming. Incluso la literatura cae en esta trampa, donde sagas y thrillers de fórmula dominan el mercado, priorizando lo inmediato, lo bruto, y Monk cae por accidente en este terreno.

Y es por esto que la única condición para que la creatividad sobreviva es la de ser rentable. Lo que se pierde en el proceso es lo mismo que distingue el arte del entretenimiento: el riesgo de contar algo sin preocuparse por si se venderá bien.

Visto y no visto


El libro que escribe Monk en 'American Fiction' es todo estereotipos sobre negros, un blaxploitation de manual, y como buen blaxploitation todos sus personajes son negros, y los negros nunca tienen la visibilidad que tienen los blancos en las ficciones, por lo que el hecho de que una novela sobre negros sea un éxito debería tomarse como una vitoria para la inclusión ¿no? Después de todo, ahora los negros deberían tener visibilidad...

Y esta es la conocida como paradoja de la representación, o lo que entendemos como un acto inclusivo que, en realidad, no es más que otra trampa del sistema. El error principal es llegar a equiparar la visibilidad como una forma de igualdad, pero se paga un precio, que básicamente es el de no reflejar la realidad de los individuos y hacer de ellos meras caricaturas.

Estas representaciones se limitan a arquetipos fáciles, diseñados para satisfacer una demanda superficial de diversidad, sin profundizar en las realidades de las experiencias que realmente existen dentro de esos colectivos. Así, lo que debería ser un proceso de inclusión se convierte en uno de homogeneización. También ocurre con, por ejemplo, colectivos LGBTI, que a menudo son reducidos a un papel unidimensional como el del "amigo extravagante", y así sucesivamente se perpetua los típicos prejuicios.

La inclusión, entonces, se convierte en un producto, un ítem que se puede marcar como cumplido, pero que no genera un cambio y ni mucho menos una comprensión profunda. Se crea la ilusión de diversidad sin matizar en las estructuras de poder que mantienen los mismos patrones narrativos.


Dicho todo esto, sería relevante preguntarse ¿existe manera de frenar el volvernos más tontos? Lo principal para descolocar al paradigma de consumo consistiría en hacernos una audiencia más exigente, convocar regulaciones que protejan el contenido de su propia degradación y forzar modelos de negocio que apuesten por la sostenibilidad en lugar del crecimiento acelerado. Utilizar el consumo de cultura a modo de escalera y desarrollar una conciencia cívica que postule por una maduración de nuestras creencias así como de nuestros hábitos de consumo en general podría ayudarnos a mantenernos curiosos, avispados. Y si no fuera por nosotros, hagámoslo porque ser responsables con la cultura que consumimos ayudará a nuestros descendientes a ser mejores personas.

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